Dibujado por Kafka.
Dibujos. Franz Kafka. Edición de Niels Bokhove y Marijke van Dorst. Traducción de Fruela Fernández. Editorial Sexto Piso. Madrid, 2011. 144 páginas. 19,90 euros.
Franz Kafka (Praga, 1883-Kierling, Austria, 1924) fue, qué duda cabe, uno de los más grandes creadores de todos los tiempos. Lo que pocos saben es que, además de escribir, dibujaba y que sus trabajos expresan, de manera sugestiva, el mismo sentimiento atormentado que define sus ficciones. Antes de morir, el escritor checo encargó a su amigo Max Brod que destruyera sus textos y se deshiciera también de los dibujos que había empezado a bocetar a los 15 años. Lejos estaba entonces de imaginar que la historia de la cultura universal le reservaría un lugar privilegiado. Su amigo y albacea, para fortuna de la humanidad, desobedeció el mandato; gracias a él sobreviven las obras literarias y los dibujos del autor de El proceso, que por estos días se publican, por primera vez, reunidos en un mismo volumen.
Franz Kafka. Dibujos, que lanzó este mes la editorial Sexto Piso, incluye 41 imágenes recuperadas de cuadernos de clase, libretas personales y diarios del escritor, hasta ahora dispersos.
Se presume que habría más dibujos, celosamente guardados en cajas de seguridad en Israel y Suiza; pero quien conoce el secreto, Esther Hoffe, asistenta de Max Brod y heredera de su legado, no ha querido aportar detalles al respecto.
En el libro hay algunos dibujos difundidos anteriormente (los que Brod llamó “marionetas de hilos invisibles”, utilizados en las portadas de diversas obras de Kafka) y otros, la gran mayoría, inéditos hasta ahora, que aportan una nueva perspectiva sobre la personalidad del autor de La metamorfosis, El castillo y América . ¿Es Kafka ese hombrecito delineado en tinta negra que aparece en varios de ellos? ¿Representan esos otros personajes sombríos el universo emocional del checo? Muy probablemente. Estas obras causan impacto porque permiten profundizar el conocimiento de una figura clave de la cultura e instan al lector a asomarse a ese abismo de dudas y temores que lo acosaban.
Se presume que la pieza titulada El pensador, una de las que abre el libro, es un autorretrato.
Niels Bokhove y Marijke van Dorst, editores del volumen, presentan los dibujos de Kafka junto con fragmentos de sus novelas, relatos, cartas y diarios. Algunos de los dibujos recuperados estaban originalmente acompañados por reflexiones o comentarios. Otros pasajes kafkianos fueron seleccionados por los editores para integrarse con los dibujos elegidos. Como se desconocen las fechas precisas en que fueron realizados, no es posible analizar de forma clara una posible evolución de su línea. De todas formas, la mayoría corresponde a los años en que el joven Franz -que había tomado clases elementales de dibujo en la escuela primaria- cursaba Derecho en la universidad (1903-1905) y se entretenía garabateando figuras y caras en los márgenes de sus cuadernos.
El arte del dibujo parece haber sido para él, por un lado, una expresión de su amor por las artes plásticas, y por otro, una forma alternativa de composición de relatos, como él mismo admitía. “Mis dibujos no son imágenes, sino una escritura privada“, dijo en cierta oportunidad. “La pasión está en mí. Desearía ser capaz de dibujar. Quiero ver y aferrar lo visto. Ése es mi deseo.”Brod declaró en este sentido: “Su pensamiento se construía en forma de imágenes”.
La temprana vocación por el dibujo de Kafka se remonta a su adolescencia; fue entonces cuando dos cuadros en el escaparate de una tienda le produjeron un fuerte impacto. La figura del pintor Titorelli en El proceso podría ser una proyección de esa veta artística que el escritor checo no desarrolló profesionalmente, pero que lo cautivaba en la intimidad. En la madurez admiraba el arte japonés y las pinturas de Van Gogh.
Su amigo, el artista Fritz Feigl, definía las obras de Franz como expresionistas, mientras que Brod -que siempre expresó su intención de publicar un libro como éste, pero no llegó a hacerlo- entendía que respondían a un escrupuloso realismo.
Hay quienes argumentan que los dibujos complementan la obra literaria y hay quienes desestiman la posibilidad de que esos experimentos de novato puedan compararse con la literatura de Kafka. Sea como fuere, vale la pena verlos, desoyendo la visión del autor, que desestimaba su propio talento. En 1922, dos años antes de su muerte, Kafka dijo:
No son dibujos para mostrar a nadie. Tan sólo son jeroglíficos muy personales y, por tanto, ilegibles. [...] Mis figuras carecen de las proporciones espaciales adecuadas. No tienen un verdadero horizonte. Los dibujos son rastros de una pasión antigua, anclada muy hondo. [?] Vienen de la oscuridad para desvanecerse en la oscuridad.
Al parecer, se equivocaba.
Ficha del libro: Editorial Sexto Piso.
Leer un Fragmento del libro. (PDF)
En Algún día: Franz Kafka.
Metamorfosis musicales de Kafka.
Texto: Stefano Russomanno. ABCD.es. 10.04.2010 – Número: 944.
En el país de Kafka, las sirenas poseen un arma mucho más terrible que su canto: su silencio. En el país de Kafka, la musicalidad es un don más próximo a los animales que a los hombres. Lo posee la ratona Josefina, y lo posee en sumo grado la especie canina. Es una música que, desde la perspectiva humana, roza el chillido o bordea, una vez más, el silencio: «No hablaban, no cantaban, se puede decir que permanecían en silencio con cierta obstinación, pero hacían surgir su música del vacío como por encantamiento» (“Investigaciones de un perro“) Lo que impulsa a Gregor Samsa, el protagonista de “La metamorfosis” convertido en cucaracha, a salir de su habitación es el sonido del violín tocado por su hermana.
A diferencia de su fraterno amigo Max Brod, Kafka no fue un gran conocedor de música. Ésta aparece en sus escritos de refilón, evocada en términos genéricos y percibida como una hipotética vía de acceso a lo desconocido y, tal vez, a la felicidad. La música termina así asociándose con la imposibilidad y la frustración, pues para Kafka «hay una meta, pero ningún camino». También la prosa del escritor checo suena como una música rota, en su intento para seguir el hilo tortuoso de una realidad hermética y a menudo aterradora, de la que sólo pueden desenmarañarse fragmentos inconexos.
Un torbellino de miedos. No sorprende, entonces, que la relación de los músicos con la obra de Kafka haya sido episódica. La novela “El proceso” ha sido llevada al escenario operístico por Gottfried von Einem en 1953 y por Philippe Manoury en 2001, mientras que Hans Werner Henze se ha basado en el cuento “Un médico rural” para su ópera radiofónica de Ein Landarzt (1951), de sugerente halo expresionista. Desde ángulos diversos han buscado también inspiración en Kafka, entre otros, Bruno Maderna (Estudios para «El proceso» de Kafka, 1950), Boris Blacher (Cuarteto de cuerda op. 41, 1951), Cristóbal Halffter (Odradek, 1996) y Heiner Goebbels (Surrogates Cities, 1994; I went to the house but did not enter, 2008).
Ernst Krenek fue uno de los primeros en recurrir a Kafka en sus 5 Lieder op. 82 (1938), compuestos al comienzo de su exilio americano. Veinte años más tarde, acudiría de nuevo al escritor checo en sus Seis motetes sobre textos de Kafka, que el RIAS Kammerchor acaba de grabar para el sello Harmonia Mundi dentro de un programa dedicado a obras corales del músico austríaco.
Krenek emplea como elemento unificador la técnica serial, con una eficacia empírica ajena a esquematismos y abstracciones, igualando los logros expresivos de sus anteriores Lamentaciones de Jeremías (1941-42). El amplio abanico de recursos vocales otorga a estas piezas un tono estremecedor e impactante. Como bien apunta Roman Hinke: «Los seis motetes acaban por formar un vertiginoso calidoscopio de significados, verdades aparentes y paradojas, cuyo efecto es profundamente perturbador: un torbellino de miedos y visiones en el que se encuentran dos de los más grandes escépticos del siglo XX».
Por su parte, György Kurtág es autor de una de las más extensas obras inspiradas en Kafka. Sus “Kafka Fragments“(1985-86) son un ciclo de cuarenta piezas breves, cuyas duraciones oscilan entre los catorce segundos de «Es zupfte mich jemand am Kleid» y los cuatro minutos de «Szene in der Elektrischen», con la excepción de «Der waher Weg» y «Es blendete uns die Mondnacht», que rebasan los siete minutos. Los textos son fragmentos extraídos de los escritos privados de Kafka.
Kafka Fragments se presenta como un viaje en cuarenta estaciones , ora desoladas, ora apasionadas, ora rabiosas, ora tiernas, todas caracterizadas por una máxima concentración expresiva. La poco habitual plantilla, soprano y violín, constituye acaso un guiño hacia el repertorio yiddish tan querido por el escritor checo. La habilidad con la que Kurtág escribe para la voz sobresale en un ciclo tan extenso y de medios tan reducidos.
Sin ser abundante, la discografía de Kafka Fragments es toda de alto nivel. Aun así, la nueva producción del sello Bridge (Diverdi) presenta rasgos muy peculiares. La soprano Tony Arnold y el violinista Movses Pogossian ofrecen el ciclo en un doble formato: en disco compacto (grabación en estudio) y en DVD (grabado en vivo). Este último incluye como bonus algunos momentos de la clase magistral que el compositor húngaro impartió a los dos intérpretes.
En Algún día: Franz Kafka.
“Kafka”, de Robert Crumb y David Zane Mairowitz.
El célebre dibujante Robert Crumb se ha unido al escritor David Zane Mairowitz para plasmar el contexto, las fobias y las simpatías de Franz Kafka en un cómic a camino entre la novela gráfica y la biografía ilustrada.
‘Kafka’ (Ediciones La Cúpula) es una introducción a la vida y la obra del escritor praguense, aunque también es una interpretación de sus símbolos e imágenes recurrentes y un recorrido por sus principales obras -cuentos y novelas- a través de los trazos del arquetipo del cómic “underground”, Robert Crumb.
Kafka, de Robert Crumb, un cómic en torno al enigmático escritor.
Ficha del libro: Ediciones la Cúpula.
En Algún día: Franz Kafka.
Así era el padre que Kafka despreciaba.
El ensayo biográfico «El mundo formidable de Franz Kafka» (Alba Editorial), del que LA NUEVA ESPAÑA ofrece un extracto – que reproducimos a continuación – da claves para entender, sin mitificación, al gran escritor del siglo XX.
Franz Kafka, nacido en 1883, fue el hijo mayor de Herrmann Kafka (1852-1932) y Julie, de soltera Löwy (1856-1934). Eran una familia judía. Dos hermanos varones murieron al poco de nacer. Tuvo tres hermanas menores, nacidas en Praga al igual que él: Elli (1889-1941), Valli (1890-1942) y Ottla (1892-1943), su favorita y confidente. Las tres fueron asesinadas por los alemanes en los campos de concentración. Ante la presión de los boicots y la violencia ejercida por los nacionalistas checos contra los negocios propiedad de «alemanes» -como se llamaba a la población germanófona de Bohemia, ya fueran judíos o gentiles-, Herrmann prescindió en su apellido primero de una r y luego de una n, pasando así a ser Herman. Se trataba de que su nombre sonara menos agresivamente teutónico.
«Praga no te suelta -le escribía Kafka a los 19 años a Oscar Pollak, su mejor amigo del preuniversitario en la Escuela Secundaria-. Esta vieja bruja tiene garras. Uno ha de rendirse ante ella». En la época del nacimiento de Kafka, la «vieja bruja» era la tercera ciudad en importancia del Imperio austrohúngaro, por detrás de Viena y Budapest.
(…) Para cuando Kafka nació, su padre, Herman, se había establecido en Praga como propietario de una tienda de ropa y accesorios de moda para caballeros. Sin embargo, siendo el cuarto hijo de un carnicero kosher de Wossek, un pueblo de unos cien habitantes al sur de Bohemia, Herman carecía de la educación y el refinamiento que le habrían permitido unirse a las filas privilegiadas de la clase media judía asimilada. Kafka se dolía de la costumbre de Herman de restregar en las narices de sus propios y más favorecidos hijos la extrema pobreza y las penurias que había tenido que soportar como hijo de un carnicero.
«Es desagradable escuchar a padre hablar con constantes insinuaciones sobre lo afortunada que es la gente hoy en día y los padecimientos que hubo de soportar él en su juventud. Nadie niega que durante años, por falta de ropa de abrigo, tuviera llagas abiertas en las piernas, que pasara hambre ni que con apenas 10 años tuviera que empujar un carro de pueblo en pueblo, aun en invierno y muy de mañana; pero lo que no hay forma de hacerle entender es que estos hechos, a los que se sumaría el de que yo no haya pasado por todo eso, no conducen en absoluto a la conclusión de que yo haya sido más feliz que él, de que pueda enorgullecerse de aquellas llagas de sus piernas, algo que da por sentado y afirma de entrada, de que soy incapaz de apreciar sus pasadas penalidades y de que, en definitiva, sólo porque no he pasado por esas mismas penalidades debo estarle eternamente agradecido? Y estaría encantado de oírle hablar largo y tendido de su juventud y sus padres, pero escuchar todo esto en tono arrogante y belicoso es un tormento. Una y otra vez, da una palmada y dice: “¿Quién va a entender eso hoy? ¡Qué sabrán los niños! ¡Nadie ha pasado por eso! ¿Cómo va a entenderlo un niño hoy día?”».
Un judío se hace hombre a los 13 años, pasado su «bar mitzvah». Desde ese mismo instante, Herman había estado solo; le pusieron a trabajar para un mercader de Pisek, una ciudad cercana. Aun así, había recibido educación suficiente -probablemente en la escuela judía de Wossek- para saber leer y escribir en checo, que fue siempre su primera lengua, así como en alemán, que hablaba con fluidez. También tenía conocimientos de hebreo para aclararse con el libro de oraciones y para leer la Tora cuando, en la sinagoga, era llamado al púlpito. A los 20 años le reclutó el Ejército. El carnicero kosher había sido un hombre de fuerza prodigiosa, del que se decía que era capaz de levantar un saco de harina con los dientes. Herman salió a su padre. Destacó en el servicio militar y fue ascendido a cabo. De vuelta a la vida civil, volvió a probar fortuna como vendedor ambulante rural, pero, como tantos judíos, encontraba el ambiente político y social de Praga más tolerante. Se estableció allí, y al cabo de un año, en 1882, se casó con Julie. Abrió su tienda de ropa para caballeros, que acabaría convirtiéndose en un negocio mayorista, con la ayuda financiera de sus suegros, los Löwy.
Julie procedía de un entorno menos adverso. Sus padres, integrados y germanófonos, iban una generación por delante de Herman Kafka y su familia en progreso social. Kafka compuso un apunte idealizado de sus antepasados maternos: «Mi nombre en hebreo es Amschel, como el del abuelo materno de mi madre, a quien ella, que tenía 6 años cuando murió, recuerda como un hombre muy devoto y culto de larga barba blanca. Recuerda que la obligaron a agarrar los dedos de los pies del cadáver y a pedir perdón por cualquier ofensa que hubiera podido infligir a su abuelo. Recuerda también la multitud de libros que tenía su abuelo cubriendo las paredes. Se bañaba en el río a diario, incluso en invierno, abriendo con un hacha un agujero en el hielo. La madre de mi madre murió de tifus a edad temprana. A raíz de esa muerte, su abuela cayó en la melancolía, se negó a comer y no hablaba con nadie; en una ocasión, al año de la muerte de su hija, salió a dar un paseo y ya no regresó. Hallaron su cuerpo en el Elba. Más culto aún que su abuelo era el bisabuelo de mi madre. Contaba con el respeto tanto de cristianos como de judíos. Durante un incendio ocurrió un milagro gracias a su piedad: las llamas saltaron por encima de su casa y la respetaron mientras ardían las casas de alrededor. Tuvo cuatro hijos; uno de ellos se convirtió al cristianismo y se hizo médico. Todos murieron jóvenes, menos el abuelo de mi madre, que tuvo un hijo -a quien mi madre conoció como el loco del tío Nathan- y una hija, la madre de mi madre».
El padre de Julie Kafka, Jakob Löwy, había sido propietario de una mercería en Podiebrad, pequeña villa histórica al este de Praga. Al no entrar en el negocio ninguno de sus hijos, lo vendió y se mudó a Praga, donde se estableció como cervecero, lo bastante próspero para vivir en la casa Smetana, uno de los más nobles edificios de la ciudad. Los hermanos de Jakob poseían también fábricas de cerveza o textiles. En la época en que Herman y Julie se casaron, los matrimonios entre judíos eran concertados; incluso cuando no era así, lo normal era casarse únicamente con el consentimiento de los padres. Herman, pobre e inculto, era un candidato improbable a prometido de Julie. Tal vez su padre y su madrastra temieran que ella corriera el riesgo de convertirse en una solterona: contaba ya 26 años. También puede ser que vieran en Herman buenas cualidades: su instinto comercial, su ambición y su deseo de fundar una familia.
Kafka creía que existía un marcado contraste entre las ramas paterna y materna de su familia. En su «Carta al padre», que entregó a su madre para que se la transmitiera a éste -cosa que ella no hizo-, le decía a Herman: «…Como padre, has sido demasiado fuerte para mí, y más teniendo en cuenta que mis hermanos murieron siendo niños y mis hermanas nacieron ya mucho después, de modo que hube de cargar con ello yo solo, para lo que era demasiado débil.
Compáranos a ambos: yo, por decirlo de modo muy breve, soy un Löwy con cierto fondo de Kafka que, sin embargo, no es espoleado por esa voluntad vital, comercial y de conquista de los Kafka, sino por un prurito de los Löwy que actúa como un impulso más secreto, más escrupuloso y en otra dirección, y que a menudo no llega siquiera a actuar. Tú, por tu parte, eres un verdadero Kafka por fuerza, salud, apetito, potencia vocal, elocuencia, satisfacción contigo mismo, dominio mundano, entereza, presencia de ánimo, conocimiento de la naturaleza humana y cierta ambición de miras, por supuesto con todos los defectos y flaquezas que acompañan a estas cualidades y a los que tu temperamento, y a veces tu mal genio, te arrastran».
En Algún día: Franz Kafka.
El Apocalipsis según Kafka.
Texto: Mercedes Monmany. ABCD.es. 10.10.2009 – Número: 919.
Veinte años después del fallecimiento de Kafka, en 1924, el poeta angloamericano W. H. Auden condensó a la perfección lo que se convertiría en el espíritu de toda una época: «Si hubiera de citar al autor que más se aproxima a nosotros con aquella misma relación que con sus contemporáneos tuvieron Dante, Shakespeare y Goethe, el primero en que se pensaría sería indudablemente Kafka».
A la vez que esta hoy incuestionable premonición, el crítico y ensayista George Steiner también advertiría en su lúcido ensayo «K», de 1963 (perteneciente a su libro Lenguaje y silencio), que a partir de entonces «una inmensa montaña de literatura» se levantaría en torno a un hombre que en toda su vida no había publicado más que media docena de relatos y bocetos. Su solo nombre se convertiría en santo y seña para entrar en la gran casa común de la cultura y de la educación del europeo moderno de nuestros días. Una, en ocasiones, pavorosa «kafkología», como la llamaría Kundera, o si se prefiere, unos frecuentes y no extraños «casos flagrantes de sobreinterpretación», como los definiría Umberto Eco.
Con el provocador -por anacrónico y no simultáneo en el tiempo- título de “Kakfa y el Holocausto”, el crítico y profesor de Teoría Literaria y Literatura Comparada Álvaro de la Rica (Madrid, 1965) rompe con el tabú que significa para cualquier joven estudioso de nuestros días acercarse al sobrecogedor laberinto, a ese mundo entendido como inmensa institución laberíntica, que es la enigmática obra de Kafka. Enfrentarse, sobre todo, al apabullante rastro de trilladas y popularizadas versiones de lo «kafkiano».
A través de una brillante, densa y nada rutinaria ni habitual multiplicidad disciplinar, Álvaro de la Rica sale más que airoso. Todo en su libro pasa a formar parte de un dinámico e indisoluble diálogo: la revisión de mitos y textos religiosos tanto cristianos como judíos; el análisis de autores -como Flaubert- que influirán de forma determinante en Kafka; el repaso y síntesis de la más importante crítica kafkiana, desde Scholem, Benjamin, Canetti, Calasso o Steiner a Blanchot; las diversas influencias en el arte del siglo XX y, sobre todo, lo más llamativo y original de este ensayo, la importancia de la obra de Kafka como prefiguración del Holocausto y de los regímenes totalitarios en general.
De la Rica se adentra «como un pequeño Talmud» -así lo explica Magris en su elogioso prólogo, a medio camino del comentario y la narración- en ese torbellino contradictorio y circular que es la obra y existencia kafkianas, con sus recurrentes y obsesivos puntos sensibles: el matrimonio, la ley, las víctimas, el poder, la metamorfosis y la revelación.
Kafka prefiguró y grabó a sangre y fuego en sus libros, en la forma de figuras del exterminio, «antes de que sucedieran», genocidios masivos y posteriores, que sacudirían a su más cercana familia, ya que sus tres hermanas morirían años después en Auschwitz.
Como dirá el autor de este ensayo: «Ninguna [...] de sus ficciones, [...] ni las agudas reflexiones que las acompañan, escapan a un momento de la Historia europea que se puede calificar de apocalíptico». Un apocalipsis que le hace convertirse en el gran testigo de cargo del totalitarismo político del siglo XX, tanto en la forma de «alfabeto» detallado del nazismo, como en la casi exacta descripción del sistema político comunista. Sin haber llegado a tiempo al destino que probablemente le esperaba, lo mismo que a sus hermanas, nadie como él, sostiene De la Rica, fue capaz de retratar la degeneración de aquellos sistemas políticos y la monstruosidad tantas veces inconcebible del Holocausto.
Igualmente, con el título de El mundo formidable de Franz Kafka, el escritor estadounidense Louis Begley compone un interesante ensayo biográfico para hacer comprensible y accesible el drama de ese «ermitaño y hombre sabio, al que la vida aterraba», como lo definió la inteligente Milena Jesenská («la mujer que mejor entendió a Kafka y ante la que más completamente se desnudó», como dirá Begley). Todo un empeño, narrar el atolladero claustrofóbico y angustioso de una vida, en apariencia, carente de sucesos reseñables. Escasos sucesos que por supuesto se verían marcados por la tragedia de la otra cara de su sufrimiento, aparte del espiritual, que siempre le acompañó: los hitos que señalarían, sin darle apenas respiro, el progreso de su enfermedad, esa temprana tuberculosis que lo llevaría a la tumba poco antes de cumplir los cuarenta
En Algún día: Franz Kafka.
El otro Kafka.
Stanley Corngold, Jack Greenberg y Benno Wagner (eds.)
FRANZ KAFKA: THE OFFICE WRITINGS
Trad. inglesa de Eric Patton y Ruth Hein
Princeton University Press, Princeton y Oxford
El otro Kafka. Artículo de Julio Baquero Cruz. Publicado en Revista de Libros. Nº 154 octubre 2009.
La escritura y el trabajo no pueden conciliarse», escribió Kafka en 1913 a su novia, Felice Bauer, «porque el centro de gravedad de la escritura se sitúa en lo profundo, mientras que la oficina se queda en la superficie de las cosas. Entre esos dos mundos hay un vaivén continuo, un proceso que acabará conmigo» (carta citada en el libro reseñado, p. X). Para Kafka, el universo de la ficción era el paraíso y el mundo burocrático, el infierno; la mesa de trabajo en casa era su hábitat natural, mientras que el escritorio de la oficina era «un horror» (ibídem), si no el verdadero Horror conradiano.
Esa es, al menos, la imagen que se desprende de sus cartas, la imagen que hemos recibido y que podemos deducir con toda naturalidad de su obra literaria. Kafka nos parece igual de alienado en la oficina que Joseph K. recorriendo los amenazantes trámites judiciales de El proceso o que K. intentando obtener la confirmación de su nombramiento como agrimensor en El castillo. Pensamos que la única forma de escapar de esa pesadilla era su escritura literaria, otra pesadilla de naturaleza muy distinta, en la soledad de la noche y del hogar. Intuimos que esa doble vida era la causa de un malestar y de una tensión que constituyeron el verdadero punto de partida de su obra. Esta imagen casa tan bien con los datos que poseemos, con lo que queremos que Kafka represente, que nunca sentimos la necesidad de cuestionarla.
Aparte de presentar por primera vez en traducción a cualquier idioma una selección de los escritos jurídicos de Kafka, antes publicados en el original alemán en 2004 (1), la obra comentada trata de desbancar esa imagen convencional que tenemos del escritor. Los tres ensayos introductorios –en especial el que firma Stanley Corngold (pp. 1-18) – y los comentarios que siguen a cada uno de los textos de Kafka presentan una tesis fuerte que encontramos resumida en el prefacio del volumen. Franz Kafka, se nos dice allí, no era un «oficinista insignificante», como pudieron serlo Svevo o Pessoa, sino un «jurista joven y brillante» con un «puesto muy importante» en la Agencia de Seguros de Accidente de los Trabajadores del Reino de Bohemia en Praga (que formaba parte de una red de institutos similares establecidos en las distintas regiones del Imperio Austro-Húngaro), y en ese contexto llegó a ser «un innovador notable en el marco de la reforma social y jurídica moderna» (p. IX). Sus escritos jurídicos y su obra literaria no serían compartimentos estancos, sino que guardarían una relación muy estrecha. En el fondo, su obra literaria sería un intento de conciliar la escritura con el trabajo burocrático, la práctica del derecho de seguros con la literatura. Así pues, los escritos profesionales de Kafka deberían verse como «parte integral de su obra literaria» (p. X). Habría una influencia recíproca entre ambas dimensiones: «los escritos del Kafka publicista y experto en derecho de seguros muestran que el Kafka escritor empleó estrategias del Kafka jurista, de la misma forma que el Kafka jurista empleó estrategias del Kafka escritor» (p. X). En consecuencia, los responsables de la edición encuentran en la narrativa de Kafka gran cantidad de ecos de los escritos jurídicos de Kafka. Habría paralelismos en cuanto a los temas, los argumentos lógicos y la retórica. No sería fácil dar con ellos, confiesan, pero ahí están, esperando a ser descubiertos y a revelarnos una comprensión más profunda de la obra de Kafka. En resumen, «el mundo de la escritura de Kafka, la literaria y la de la oficina, es una institución única en la que el factor burocrático siempre está presente, pues se trata de un mundo que se alimenta de un flujo incesante de signos escritos, unos signos que circulan sin cesar y cuyo origen acaba por perderse» (p. XV).
Habiendo leído eso y los tres ensayos introductorios, tenía grandes expectativas para lo que anticipaba como una lectura extraordinaria y un descubrimiento formidable. Porque, pensaba, ese Kafka «conciliado» y «unificado» no podría escribir algo aburrido en la oficina, teniendo en cuenta lo que escribía al volver a casa. Lo que encontré en el libro me defraudó. Los escritos jurídicos de Kafka me parecieron secos, a menudo tediosos. Y al principio poco a poco y, más adelante, muy deprisa a medida que avanzaba por las páginas de la obra, fue precisamente la imagen convencional de Kafka la que fue volviendo a ganar terreno en mi mente en todos los aspectos de la tesis que se suponía que esos textos debían probar.
El objetivo de los responsables de la edición es superar la idea ortodoxa de un Kafka alienado en el trabajo y más auténtico en su vida literaria en casa pero, en mi opinión, los escritos jurídicos de Kafka confirman la visión ortodoxa. Si los leemos y luego abrimos El proceso o El castillo, las novelas con las que supuestamente deberían tener más que ver, no podremos evitar tener una impresión reforzada de la disociación radical entre la rutina de la oficina, un esfuerzo ingrato e inevitable para Kafka, y la vida real que para él sólo podía estar en la ficción. La disociación era tan grande que no había solución ni conciliación posible. Tampoco podía vivirla sin problemas, porque la vida literaria de alguien como Kafka impone grandes sacrificios y sigue su propia lógica. Se trata de una vida que quiere más y más del escritor. A la postre lo quiere absolutamente todo, y no puede dejar espacio para las demás dimensiones de la vida, para las otras identidades del escritor. Por eso Kafka no podía conciliar su escritura o su «ser escritor» con el resto de sus actividades e identidades. Estaba condenado a esa disociación, y su condición esquizofrénica –término que, en su caso, tal vez podamos usar en un sentido clínico pleno y no sólo como metáfora– era la principal condición de posibilidad de su literatura. En efecto, Franz Kafka habría sido más feliz o menos infeliz si hubiera conseguido conciliar los dos mundos que habitaba, pero no habría escrito lo que escribió.
La Madriguera. Franz Kafka.
En Algún día: Franz Kafka.
Los mejores relatos de Franz Kafka.
Título: Un médico rural y otros relatos pequeños.
Autor: Franz Kafka.
Traducción de Pablo Grosschmid.
Editorial: Impedimenta.
ISBN: 978-84-937110-4-7
Encuadernación: Rústica con sobrecubierta.
160 páginas.
16,50 euros sin IVA.
17,15 euros IVA incluido.
Fecha: Junio 2009.
«Puedo muy bien imaginarme a alguien en cuyas manos caiga este libro y cómo, desde ese instante, cambia totalmente su vida, cómo se convierte en otra persona distinta.» (Max Brod en «März», 15 de febrero de 1913)
Escritos en la soledad de la noche, tras una jornada laboral anodina y estéril, estos relatos, reunidos bajo los títulos de Un médico rural y Percepciones, suponen una cumbre en el arte de Franz Kafka como cuentista. Esta edición presenta en un solo volumen, y en una nueva y excelente traducción, con bellas ilustraciones y fotogragías de la Praga de la época, relatos imprescindibles de la producción kafkiana, como «Un médico rural», «Informe para una Academia», «Ante la Ley» o «El deseo de ser piel roja». Pequeñas obras maestras, tan inquietantes como reveladoras del talento del que fuera uno de los escritores más influyentes del siglo XX, que constituyen grotescos y crueles retratos de lo frágil y desesperado de la condición humana.
«—Todos buscan la Ley —dice el hombre—. ¿Y cómo es posible que en tantos años nadie más haya pedido permiso para entrar? El guardián ve que el hombre está a punto de morir y levanta mucho la voz, para que sus débiles oídos lo oigan:
— Nadie más podía entrar por aquí, porque esta puerta solo estaba destinada a ti. Ahora la cerraré.»
Ante la Ley.
Ficha del libro: Editorial Impedimenta.
En Algún día: Franz Kafka.
Kafka, el visionario. Sofía Gandarias.
Sofía Gandarias
KAFKA, DER VISIONÄR
am 28. Mai 2009 um 19 Uhr
La artista vasca Sofía Gandarias presenta en Berlín a un Franz Kafka más expresionista que nunca, de la mano de la muestra “Kafka, el visionario“, que combina la fuerza de la pintura con el misterio del sonido.
“Kafka, der Visionär” (“Kafka, el visionario”) pretende rendir homenaje al que fue uno de los máximos representantes de la literatura universal, prolífico en todos los géneros, y capaz de adentrarse en los recovecos más ocultos del existencialismo humano.
La puesta en escena de la galería “Haus am Kleistpark” recorre la obra del célebre escritor checo, amante de la lengua alemana y que falleció con tan sólo 40 años, a través de 64 lienzos.
Estructurada a modo de laberinto, la exposición se completa con una instalación musical, en la que uno puede escuchar una serie de graznidos de cuervo con los que se pretende llevar al espectador a imaginar la simbiosis entre culpa y poder, luces y sombras, dolor y muerte.
Nacida en la ciudad bilbaína de Guernica, Gandarias ha plasmado la historia del siglo XX a lo largo de su carrera a través de interpretaciones pictóricas de la obra de grandes escritores y pensadores que no dejaron de luchar contra la guerra y la violencia.
«En 2002 pensaba que tenía que pintar a Kafka porque me fascinaba su mundo. Él nos contó los extremos del Holocausto, aunque murió en 1924», reflexiona la artista de Gernika. «Reflejó en sus libros y en su correspondencia las angustias del siglo XX». Al cabo de cuatro años, la obsesión se convirtió en inspiración cuando Gandarias, acompañada por la música de Dvorák, cogió el pincel y creó una metáfora, donde muestra la imagen del escritor sobre una lápida. «Pinté a Kafka en el cementerio porque los nazis acabaron con la vida judía en Checoslovaquia».
Los cuadros son grises, carecen de alegría y están cargados de melancolía. Aparecen alambres de espino, un material que se utilizaría en los campos de concentración, y se combinan los retratos de personalidades de la literatura, la política y la Iglesia con la mirada triste y desesperada de Kafka. Como el lienzo donde aparece Benedicto XVI. «Lo pongo frente a Kafka para enfrentarlo a lo que pasó, pero no quiero culparlo».
Un mundo interior plagado de fuerza creativa y conciencia histórico-social, que la artista ha imprimido a sus lienzos, desde que comenzara a pintar en la época que siguió a la dictadura franquista y paralelamente al desarrollo de la democracia española.
Con un estilo a caballo entre el neo-expresionismo y el simbolismo-surrealismo con el que retrata a los máximos mártires de la humanidad, sus obras han recibido ya elogios en galerías de Bruselas, Venecia, Eslovenia y París, entre otras ciudades.
Comisariada por el realizador y dramaturgo italiano Gianfranco de Bosio, la exposición podrá visitarse en la galería “Haus am Kleistpark” desde el 29 de mayo al 28 de junio.
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Sitio Oficial │ Haus am Kleistpark
En Algún día: Franz Kafka.
Cuando Kafka vino hacia mí…
A partir de hoy, 22 de mayo, se encuentra disponible en las librerías de toda España “Cuando Kafka vino hacia mí…” de Hans-Gerd Koch, (Editorial Acantilado). Un libro que recopila textos y recuerdos de aquellos que conocieron y estuvieron cerca del señor K.
Nota preliminar de Hans-Gerd Koch (editor).
“Mientras los relatos biográficos – incluso cuando se basan en el trabajo de investigación más minucioso – , con su sucesión de datos y etapas vitales, con sus análisis psicológicos, apenas son capaces de transmitir un vivo retrato de la persona de Franz Kafka, las descripciones que se apoyan en el trato personal directo lo consiguen sin ningún problema. Y eso a pesar de algunas observaciones totalmente contradictorias (y en ocasiones probablemente también falsas).
Al compilar las evocaciones aquí reunidas se renunció a todas aquellas cuyos autores, aun pudiendo referirse a un conocimiento personal o a un encuentro con Kafka, informaban casi exclusivamente sobre sí mismos y muy poco sobre él. También a aquellas que en la reproducción de datos biográficos se equivocaban hasta el punto de que casi cada frase habría precisado una rectificación, así como a las que presentaban un carácter más bien ficticio. Tampoco se incluyeron los recuerdos y relatos biográficos que ya existían en forma de libro, con la excepción de las aportaciones de Gustav Janouch y Max Brod seleccionadas para este volumen. Como la persona de Franz Kafka tiene que estar en primer plano, algunos de los textos fueron recortados o resumidos. El orden en el que aparecen sigue el curso de la vida de Kafka, con dos excepciones. El cierre lo forman los recuerdos de Max Brod, que dedicó toda su vida al amigo y a su obra. Aquí no sólo describe la apariencia externa de Kafka, también rectifica desde su punto de vista algunos de los datos que se proporcionan en otros testimonios. El volumen se abre con el artículo necrológico escrito por otro de sus íntimos amigos, Felix Weltsch. Bajo la impresión directa de la noticia de su muerte, consigue esbozar con pocas palabras una extraordinaria semblanza de Kafka y dar alas a un retrato muy personal.
Quiero mostrar aquí mi agradecimiento a Jana Zoub-ková (Praga) por su apoyo durante la preparación del presente volumen”.
Ficha del libro en Editorial Acantilado.
Especial Cuando Kafka vino hacia mi… en ClubCultura.com (incluye fragmentos de libro).
El Mundo sin Kafka. – La Nación.
En Algún día: Franz Kafka.
“Las aventuras del buen soldado Svejk” de Jaroslav Hasek.
Se publica la primera traducción directa del checo de “El buen soldado Svejk”, implacable sátira antibelicista.
Svejk, el reverso charlatán de Kafka. ELPAIS.com.
Texto: Abel Grau. 23/12/2008
Fue algo así como el reverso burlón de Kafka. Tenían la misma edad, vivían en Praga y eran escritores, pero quizá habría sido difícil encontrar dos almas más opuestas. Mientras el autor de La metamorfosis era casi un eremita de la escritura, aficionado a recluirse en soledad, el excesivo Jaroslav Hasek (1883-1923), orondo, marrullero y de talante indomable, prefería el bullicio de las tabernas. Su obra magna, la novela “Las aventuras del buen soldado Svejk“ (Galaxia Gutenberg), acaba de ser vertida por primera vez al español directamente del checo por la traductora Monika Zgustova (Praga, 1949), en un volumen acompañado con las ilustraciones de la edición original (1923), de Josef Lada.
Es una lástima que no conste ningún encuentro entre Kafka (1883-1924) y Hasek, porque seguramente habrían tenido mucho de que hablar. Ambos recelaban profundamente de ese Estado moderno hiperburocratizado que se encarnaba en el Imperio austrohúngaro, un inestable mosaico multinacional que se extendía desde el Adriático hasta las actuales República Checa, al norte, y Ucrania, al este. Los dos autores estaban convencidos de que ante aquella administración elefantiásica el individuo quedaba reducido a poca cosa.
¿Conspirador o idiota redomado?. Fueron de los primeros en verlo con tanta claridad, pero su enfoque fue dispar. Mientras Kafka le dio forma de pesadilla, como en la novela El castillo o el cuento Ante la ley, el incorregible Hasek prefirió reírse de todo aquello. Su mayor creación, el soldado Svejk, es un ingenuo charlatán que se alista al ejército para combatir en la Primera Guerra Mundial como si se tratara de una reyerta de bar entre autriacos, serbios y turcos. Es arrestado por alta traición, ingresado en un manicomio y se pierde en el sur de Bohemia antes de llegar al frente. Nadie es capaz de determinar si se trata de un conspirador o de un solemne idiota. Eso sí, sus andanzas ponen de vuelta y media al ejército, las instituciones médicas y la administración.
“Hasek incide en lo absurdo que es que el gran Estado no proteja al individuo sino que poco a poco lo asfixie”, señala desde Barcelona la traductora, Monika Zgustova. “Es un idea presente en la obra de Kafka, aunque la trató con mayor seriedad”. Curiosamente, los dos grandes personajes de Hasek y Kafka comparten punto de partida: tanto Svejk como Josef K., protagonista de El proceso, son detenidos al entrar en escena. La peripecia de Svejk, con todo, da lugar a un vagabundeo disparatado, muy acorde con el propio carácter del autor.
Un embaucador vocacional. El bonachón recluta Svejk, vendedor de perros e impermeable al desánimo, es en cierto modo un trasunto del propio Hasek, según opina la traductora. “Los dos trabajaron vendiendo perros, entre otras ocupaciones y fueron voluntarios a la Primera Guerra Mundial”, la conflagración que supuso el fin del Imperio austrohúngaro y el surgimiento de varios Estados, entre ellos Checoslovaquia. Eso sí, Hasek sí que llegó a combatir en el frente, donde contrajo la tuberculosis. La revolución bolchevique lo sorprendió en Rusia, donde residió un tiempo y se casó por segunda vez, mientras seguía unido a su primera mujer, Jarmila, que vivía en Praga. Hasek era un bohemio a quien “a menudo había que sacar a la fuerza de las tabernas”, añade Zgustova.
“Además, le gustaba tomarle el pelo a todo el mundo, sobre todo a los carcas”. El autor compaginaba la creación literaria con la colaboración en una revista zoológica en la que se inventaba animales fantásticos e incluso su genealogía. Evidentemente, en cuanto fue descubierto, lo despidieron. Su irrefrenable vocación para la broma quedó fijada en el idioma. Como su ilustre conciudadano kafkiano, Hasek también ha dado lugar a un vocablo. “En checo, sveiquear es charlatanear con el ánimo de embaucar a alguien”, explica Zgustova. “Cuando se dice: no sveiquees, significa: no te enrolles tratándome como si fuera imbécil”.
Novela inacabada, la enfermedad obligó a Hasek a dictar los últimos capítulos, prácticamente desde su lecho de muerte. Falleció de tuberculosis a los 39 años, en 1923, la misma enfermedad que se llevó a su conciudadano Kafka un año después. La novela tuvo un éxito inmediato, pero los intelectuales la rechazaron por su lenguaje soez. “No gustó a la buena sociedad pero sí al público en general”. Con los años, El buen soldado Svejk, “más que una comedia, una novela grotesca, hilarante, y que habla de las personas normales y corrientes”, se convirtió en un clásico. “En toda Europa central y del este, de Alemania, Austria y Hungria a Polonia y Rusia, Svejk es una novela que forma parte de la cultura general”.
Leer un fragmento de “Las aventuras del buen soldado Švejk”.
Kafka y su montaña.
Texto: Andrés Ibáñez. – ABCD.es
13 de diciembre de 2008 – número: 881
Petrarca sube con su hermano al monte Ventoux, en la Provenza, y después de un ascenso agotador alcanza la cumbre, desde la que se divisa un vasto paisaje: las montañas de la provincia de Lyon, el mar que baña las costas Marsella, el ondulante curso del Ródano. Y entonces saca un librito que lleva en el bolsillo, una edición de “Las confesiones de San Agustín“, lo abre al azar y lee estas líneas: «Y fueron los hombres a admirar las cumbres de las montañas y el flujo enorme de los mares y los anchos cauces de los ríos y la inmensidad del océano y la órbita de las estrellas y olvidaron mirarse a sí mismos». Petrarca se siente sobrecogido. Es como si el libro le hablara a él directamente. «Y entonces», nos cuenta, «contento de haber contemplado bastante la montaña, volví a mí mismo mis ojos interiores?»
Corre el año 1875, o quizá el 76. Joseph Conrad es un joven marino deseoso de aventura que llega por vez primera a las «áridas y terribles» costas de Venezuela. El lugar se llama «Porto Cabello» según los recuerdos de Curle, que es quien nos transmite la anécdota. El joven marino está deseoso de ver, de conocer, y sube a lo alto de una colina en un lugar llamado Laguayra. Desde allí contempla, a una distancia de unos treinta kilómetros, la ciudad de Caracas. Y le basta esta visión, cuya brevedad a él mismo le asombrará cuando la recuerde años más tarde, para inventar el país de Nostromo, lleno de selva, de ruido, de oropel, de violencia y de oro.
Afueras de Praga. La tercera montaña le corresponde a Franz Kafka. Es el monte de San Lorenzo, que se eleva a las afueras de Praga, y cuya ascensión era, según Klaus Wagenbach, uno de sus paseos favoritos. También en sus alturas tuvo Kafka una revelación de lo que sería su literatura. Una tarde, sentado en la ladera y sintiéndose «como siempre» apesadumbrado, nos dice Kafka, se puso a repasar los deseos que tenía para esta vida, y descubrió que «el más notable o el más atractivo resultó ser el de lograr una visión donde la vida no perdiese nada de la pesada caída y el ascenso que le son connaturales, pero a la vez y sin menoscabo alguno de esa nitidez, se la descubriese como una nada, como un sueño, como una fluctuación». Vendría a ser como el deseo de ensamblar una mesa con toda la escrupulosidad del oficio y a la vez no hacer nada, pero no como para dar pie a decir: «La carpintería no significa nada para él», sino: «Para él la carpintería es carpintería cabal y a la vez no significa nada».
Petrarca subió a una montaña y descubrió que la literatura debía cantar el mundo interior. Conrad subió a una montaña y descubrió que la literatura puede cantar la inmensidad del mundo de la acción. Kafka, por su parte, subió a una montaña y tuvo la revelación de una literatura realizada con la pulcritud y la alegría del buen artesano pero que, al mismo tiempo, no significa nada y no representa nada.
Pájaro en su jaula. «Un libro no puede ocupar el sitio del mundo», cuenta Kafka en sus conversaciones con Janouch. «Eso es imposible. En la vida todo tiene su propio significado y su propia finalidad, para lo que no puede haber ningún sustituto permanente. Uno trata de aprisionar la vida en un libro, como a un pájaro en una jaula, pero no sirve de nada.»
Es posible que Kafka fuera en su vida una persona enormemente desdichada. Sin embargo, no conozco en la literatura destino más feliz que el suyo. Para Kafka la literatura era la libertad porque no estaba relacionada con la vida, ni con la vida interior de Petrarca ni con la vida exterior de Conrad. No porque su literatura no «tenga» vida (está llena de vida) ni porque sea literatura sobre literatura (no lo es), sino porque Kafka supo ver desde el principio que la literatura no puede salvarnos. Kafka no se libró del peso de la vida en su vida. Nadie se libra. Pero se libró del peso de la vida en su obra porque supo entender, ya desde el principio, que la literatura es imposible, que el intento de crear es inútil, que nada nuestro ni de los otros lograremos encerrar jamás en esas jaulas de palabras que llamamos libros. Este descubrimiento, que a Hofmannsthal le hizo enmudecer como poeta, a Kafka le llenó de felicidad y le ayudó a crear. Lezama descubrió el vacío en la última página de su obra. Kafka lo descubrió antes de iniciarla. Los dioses le concedieron la felicidad de aceptar ese vacío y de cubrirse con él como el que se tiende en el suelo en mitad del bosque y se va tapando suavemente con hojas ocres y doradas para no ser visto.
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Kafka el pasajero.
Kafka en tranvía – Babelia
Texto: Enrique Vila-Matas – 22/11/2008
Al encontrarme de nuevo con el penúltimo fragmento de Jakob von Gunten de Robert Walser -aquel en el que Herr Benjamenta y el narrador cabalgan por el mundo en un sueño de libertad absoluta- capto un posible aire de familia con Deseo de convertirse en indio, una de las prosas breves de Contemplación, el primer libro que publicara Kafka. En esa juvenil y breve prosa indecisa, Kafka muestra su deseo de ser de verdad un indio, siempre alerta, sobre el caballo galopante, en viaje sin bridas por el ancho mundo. Aunque es una prosa indecisa, aunque es un texto de sus primeros tiempos, ahí está ya en toda su plenitud el espíritu de un Kafka recién salido de las lecturas de Walser.
Vera Nabokov siempre dijo recordar “aquella cara, su palidez, aquellos ojos tan extraordinarios, ojos hipnóticos resplandeciendo en una cueva”
Reencontrarme con esa breve prosa del Kafka incipiente -esa prosa en la que ya estaba condensado el escritor incomprensible y al mismo tiempo sorprendentemente diáfano que fue- me hace caer en la cuenta de que no siempre Kafka fue Kafka. Hoy estamos acostumbrados a leerlo como tal, pero hubo una etapa -días de indecisiones y de vacilaciones- en la que pasó por el clásico trance por el que transitan aquellos que desean cabalgar sin bridas y ser extranjeros dentro del doméstico y pusilánime paisaje literario de su época. Es decir, también Kafka tuvo que forjarse un estilo. Lo inventó a la sombra de Walser, pero también de Kleist, de Chéjov, de Dickens y del cervantino Flaubert.
América de Franz Kafka por Daniel Casanave.
Ediciones La Cúpula publica la adaptación al cómic de la obra póstuma de Franz Kafka: América. En esta novela gráfica, ilustrada por Daniel Casanave, un jovencísimo europeo emigra a los EE. UU. huyendo de un futuro incierto y buscando una oportunidad en un Nuevo Mundo lleno de promesas. Sin embargo, sus desventuras empezarán ya en el viaje que le conduce a Nueva York. De la mano de Kafka y de su protagonista, recorreremos los diferentes estratos sociales de la Nueva York de principios del siglo XX.
AMÉRICA: FRANZ KAKFA
Daniel Casanave.
Ed. La Cúpula. 228 págs. – B/N – 18 €
Rústica con solapas
Número único
Novela Gráfica
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